LOS GUERRA MALASPINA EN VENEZUELA

LOS GUERRA MALASPINA EN VENEZUELA

martes, 27 de agosto de 2019

FOTOGRAFÍA DE LOS GUERRA EN 1953.

La leyenda en el dorso dice: Recuerdo de 1-1-1953.
De haberme encontrado con mis amigos familiares estuve regocijado en Santa María de Ipire.

El primero de izquierda a derecha es Nemesio Guerra.

ALFONSO MALASPINA Y MARÍA GUERRA CON LOS NIETOS VALIA Y NICO


MARÍA GUERRA Y SU ESPOSO ALFONSO MALASPINA



CONDOLENCIA POR MUERTE DE MARÍA GUERRA DE MALASPINA


CÉDULA DE IDENTIDAD DE NEMESIO GUERRA, EMITIDA EN 1948






ABRAHAM GUERRA, HIJO DE MATILDE GUERRA


PARTIDA DE NACIMIENTO DE MARÍA GUERRA.1933-2014



CARMITA GUERRA, HIJA DE NEMESIO GUERRA


NEMESIO GUERRA


ACTA DE DEFUNCIÓN DE MATILDE GUERRA (1893-1971)


EVOCACIÓN DE LA ABUELA MATERNA MATILDE GUERRA


EVOCACIÓN DE LA ABUELA MATERNA MATILDE GUERRA
Edgardo Rafael Malaspina Guerra
1
A unas cuatro cuadras de nuestra casa, en Las Mercedes del Llano, estaba la de la abuela  materna, Matilde. Era un pequeño rancho de barro, techo muy bajo de   cinc, una sala, tres cuartos, un corredor abierto, una cocina sin puertas y un patio dividido en dos partes. El piso era la tierra. En la noche se alumbraba con una lámpara de keroseno en la sala, mientras que en los demás espacios estaban  antorchas colocadas sobre unos recipientes de metal que la abuela llamaba múcuras, y que en realidad eran los envases donde se vendía la manteca para cocinar.
La abuela recogía el agua de lluvia y decía que era las más sana y sabrosa. En una tinaja de cerámica, colocada sobre una horqueta de madera, estaba el agua para beber y le agregaba tacamajaca, una resina proveniente del árbol de ese nombre con un sabor mentolado que da la sensación de frío cuando se toma. Con un cucharón se extraía el agua de la tinaja y se vaciaba en una totuma.
La abuela mascaba tabaco en rama mientras tejía chinchorros de moriche. Una vez tomé un poco de tabaco, empecé a masticarlo y a tragarme la saliva. No reparé en el hecho de que hay que escupir y terminé con una borrachera. La abuela notó mis mareos y me recomendó permanecer acostado en la cama.
2
En la sala estaban un retrato de Rómulo Betancourt, el primer presidente de la democracia venezolana (1959-1964), una pintura con un barco lejano sobre el mar bajo un cielo claro,  una caramera de venado para poner la ropa y los sombreros, un cuero de cunaguaro, unas plumas azuladas de paují que es una especie de gallina grande de nuestros bosques, y un mapa de Venezuela con indicaciones del hábitat de nuestros indígenas. En ese mapa se veían indios con guayucos, sus armamentos como arcos y flechas y algunos animales muertos,  botines de sus cacerías.
3
Un cuarto oscuro y sin ventanas era el dormitorio de la abuela. Ese cuarto estaba repleto de baúles y trastos con dos chinchorros colgados cubiertos con unos mosquiteros, hechos de tela muy gruesa. Por supuesto, allí el calor era abrumador.
4
El corredor tenía un mesón donde se colocaban las cosas más diversas: un cajón, un martillo, clavos, telas y hasta comestibles. También estaba una máquina de coser con manilla, una cómoda de madera fina y acabados preciosos con asas de bronce y   un chinchorro para el descanso del mediodía.
5
La cocina estaba afuera con sus paredes llenas de implementos propios de ese recinto: cucharas de madera, platos de peltre (aleación de cinc, plomo y estaño utilizada antiguamente para fabricar objetos de uso doméstico), un fogón con sus tres topias o piedras grandes para colocar las ollas, un caldero, leña, un pilón para preparar harina de maíz, una máquina de moler y unos redondeles de palmas  colgantes desde el techo para colocar alimentos.  Estos redondeles o trojas eran provenientes de los aros de las tortas de casabe.
La abuela conservaba la ceniza del fogón en envases de leche para preparar el maíz, hacer lejía, jabón de tierra y resguardar las cajas de fósforos de la humedad.
Yo ayudaba a la abuela a tostar el café sobre un gran budare de barro, el cual luego molíamos. Me encantaba el olor que producían los granos de café bajo las brasas y al molerlo manualmente. Más difícil era el trabajo de pilar el maíz. El pilón es un trozo grande de madera tallada muy grueso con una abertura en la parte superior sobre la cual se echan los granos de maíz. Esos granos se trituran con unos palos llamados manos de pilón, los cuales se alzan  para golpear hasta el fondo. Esa labor la hacen dos personas: primero golpea una y después la otra.
La abuela tenía sus propios utensilios  para comer: una camaza que es un plato hecho con un fruto redondo seco y duro, una totuma y una cuchara de cobre.
6
El primer patio era pequeño. Allí estaban los tambores para recoger el agua de la lluvia y un huerto de plantas medicinales y mágicas, rodeado con un acerca metálica para que las gallinas no entraran.
La abuela conocía cada planta y su utilidad medicinal: el pasote para los parásitos, la fregosa para la diarrea, el cundeamor para el azúcar alto… Podía por largo rato hablar de cada una de sus matas para infusiones curativas hasta que llegaba a la parcela de las que yo llamaba mágicas, porque ella no les tenía un nombre específico. Esta que está a aquí, decía la abuela mientras tomaba una rama con hojas gruesas y blandas, sirve para tener bastante dinero…Cada vez que se refería a la planta de la riqueza yo callaba pero me pregunta: ¿si ese vegetal sirve para atraer riquezas a su dueño,  por qué la abuela es pobre?
7
El segundo patio era propiamente un conuco con árboles como mamón, mango, merecure y  merey. Además se sembraba maíz, yuca, auyamas y pepinos. En una esquina se ubicaba un chiquero con algunos cochinos.
8
Cuando alguien se enfermaba la abuela nos visitaba y se quedaba con nosotros. Eran noches de cuentos de terror sobre el llano. Espantos, sayonas y muertos que salían. A veces los cuentos eran de otro tipo: una muñeca de trapo lloraba porque quería hacer sus necesidades. Su dueña la rechazaba por molestar tanto y no dejarla dormir. En la mañana se constataba que no hacía pupú sino que depositaba monedas de oro. En cuento del pez Ñongoré era interesante. El pez creció en un acuario, pero su tamaño fue tal que lo ubicaron en una laguna. Creció mucho otra vez, y lo lanzaron al mar. Cuando lo llamaban por su nombre se asomaba mansamente a la playa.
Pero también tenía un fino sentido del humor. Una vez nos contó que en una navidad la vecina le regaló un persogó de hallacas, y le dijo: “Matilde, me guardas las cabuyas que son las trenzas de mis  zapatos”.
9
La abuela aconsejaba no sentarse  en las mesas ni en el suelo porque se borran los planes. También decía que al quitarse los zapatos debían colocarse correctamente, porque si los ponías al revés o no alineados o volteados, así sería la vida misma.
10
Me aficioné a coleccionar mariposas. Las capturaba con un cedazo  o una especie de colador. Me entretenía mucho tiempo en esa actividad hasta que la abuela me desanimó cuando  me dijo: las mariposas encantan a la gente que las cazan porque se alejan  peligrosamente. Las van capturando al mismo tiempo que avanzan en la profundidad del monte; entonces llega un momento en que el cazador no sabe dónde está  ni cómo regresar. Está completamente perdido.
11
Un día encontré a la abuela aplicando a una señora  brasas ardientes. Le curaba las entradas de la sarna con esos palos encendidos. Me dijo que había probado ese método curativo sobre su propio cuerpo. Más tarde como médico y profesor de Historia de la Medicina me enteré que ese tratamiento tiene su origen en una tradición indígena que llegó hasta la abuela de alguna manera. Alejandro Humboldt en su libro “Viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Continente” escribe que una vez enfermó de sarna y fue curado por una mulata “conocedora a fondo de todos los pequeños animales que minan la piel del hombre: la nigua, el nuche, la coya y el arador”. La curandera calentó la punta de un pequeño pedazo de madera en una lámpara con la cual pinchó los surcos hechos en la piel.
12
La abuela recomendaba  los purgantes  para cualquier enfermedad. El tártago era el  preferido; y decía: todos los males están en las tripas. Igual afirmación  hacía el investigador ruso Iliá  Méchnikov, aunque con otras palabras y con otros métodos profilácticos: el problema de las enfermedades y el envejecimiento  está en la flora intestinal. Por eso propuso consumir yogurt, el cual contrarresta la acción de las bacterias dañinas en el intestino.
13
Matilde  practicaba la ceromancia, que es el arte de adivinar por la forma que deja la cera de una vela. Una vez le dijo a mi hermano Edgar: tú trabajarás en el llano porque la cera de tu vela es una silla de montar a caballo. También se creía experta en nefelomancia o arte de interpretar las formas de las nubes. Una vez dijo: hay una nube que se parece a una gran palma extendida por todo el cielo, eso significa que hoy morirá un hombre muy rico; y en efecto, ese día murió un hombre que tenía mucho dinero. Claro, hoy estoy convencido que en ambos casos, el de la vela y el de la nube, más que adivinación lo que hubo fue una muy buena y atenta observación: Edgar se interesaba vivamente por la vida campestre; y un anciano rico estaba gravemente enfermo en esa época.
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Mamá era la última de las hijas de mi abuela. El nombre de mamá era María Elina. María  proviene del hebreo y significa eminencia. Se supone que la madre de Cristo era así: una eminencia. Elina se deriva de Elena o Helena: nombre griego: resplandeciente. Mamá tenía hermanas y hermanos. Conocí a siete de nueve tíos. Las tías eran Matilde, a quien llamaban La India;  Luisa (nombre germánico: combate glorioso), Ernestina (nombre germánico: luchadora) y Rogelia (nombre germánico: famoso por la lanza). Las tres primeras eran muy gordas. Los tíos eran Aniceto, Abraham (nombre hebreo: padre de multitudes), Nemesio (de la diosa latina Némesis: justicia), Marcos (lat:varonil, del dios de la guerra Marte) y Mercedes (Lat: recompensa). Los dos últimos murieron antes de que yo naciera; y la abuela me contaba cómo ocurrieron sus muertes. Murieron desangrados, decía, y luego agregaba: les cortaron las venas de las muñecas y su sangre la recogían en una ponchera. Ahora puedo reconstruir lo que pasó con ellos. Eran hipertensos en una época cuando no existían la variedad de medicamentos para bajar la tensión que existe ahora. Los diuréticos en la actualidad se usan para disminuir el torrente sanguíneo y así bajar las cifras tensionales, pero antes en vez de diuréticos se cortaban las venas para alcanzar el mismo objetivo. Cortar las venas para disminuir la cantidad de sangre y bajar la tensión arterial se llama sangría; y se supone que se originó desde la misma prehistoria: las mujeres pueden sufrir de malestares antes de menstruar, malestares que pasan cuando les viene la regla. Lo llaman síndrome premenstrual. El cavernícola  entendió ese fenómeno al mismo tiempo que caía en la cuenta de que los hombres que se sentían mal de salud  no menstruaban  y por lo tanto no se podían curar por sí mismo como las mujeres. Entonces a ese hombre de las cavernas se le ocurrió una idea genial: cortarse las venas para provocar un sangramiento. Con sus altibajos esa forma de curar ciertas enfermedades como la hipertensión  resultó positiva. Es probable que Marcos y Mercedes tuvieran otras complicaciones cardiovasculares  y por eso murieron durante las sangrías.
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Aniceto era alto y delgado y se aparecía por nuestra casa de tiempo en tiempo. Cruzábamos nuestros brazos sobre el pecho para pedirle la bendición y él pronunciaba un solo sermón: todos benditos. Luego decía que sus regalos para nosotros eran unos anillos de oro, pero que debía medir nuestros dedos para que calzaran exactamente y traerlos en la próxima visita. Uno por uno desfilábamos delante de él con nuestras  manos extendidas, y el tío Aniceto tomaba las medidas con unos hilos a los cuales ataba unos cartoncitos con nuestros nombres. Se evaporaba por un largo periodo y reaparecía con el mismo discurso: mis regalos para ustedes son unos anillos de oro, pero debo medir sus dedos para que…(Ya sabíamos que mentía, pero igual participábamos porque lo asumíamos como un juego). Aniceto es nombre griego que significa “invencible”; ¡y mira que fue invencible con eso de los regalos¡
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El tío Nemesio tenía un conuco donde sembraba de todo: yuca, ocumo, papas, batatas, patillas y hasta aguacates. Yo le acompañaba en sus faenas de siembra y cosecha. Trabajábamos por largo rato y luego descansábamos en una casita levantada en una orilla del huerto. Regresábamos con los productos recolectados en un saco.
En una ocasión el  tío Nemesio se encerró en su cuarto por varios días, desde el cual provenían unos ruidos extraños. Eran golpes sobre el suelo seguidos de movimiento de palas como cuando apartas porciones de tierra. Se negaba a informarnos lo que estaba haciendo. Por eso cuando salió un momento a la calle para comprar cigarrillos aproveché para asomarme  y develar el misterio, el cual consistía en la desaparición del piso. Sí, no había piso, sólo huecos profundos por todos lados. Al sentirse descubierto el tío Nemesio nos explicó que había soñado que bajo sus pies, en su cuarto, estaba oculto un tesoro desde los tiempos de la guerra y decidió buscarlo. No dijo cuál guerra ni tampoco encontró ningún tesoro.
El tío Nemesio se vio envuelto en una pelea de puños con un familiar de su esposa y terminó injustamente  en la cárcel del pueblo. Allí paso varios meses entre barrotes. Mi madre le preparaba la comida, la cual le llevaba todos los días. El tío nunca olvidó lo que hice por él y siempre me lo decía entre lágrimas mientras jugaba conmigo. El juego consistía en que yo me acurrucaba en el chinchorro al cual él le daba vueltas hasta el techo; al soltarlo se desenredaba y esos giros rápidos me causaban risa.
Pasaron los años, me fui del país, regresé y vi al tío Nemesio en Las Mercedes. Me abrazó, recordó su prisión y mis visitas. Sus lágrimas de anciano que sentía que lo habían atropellado me conmovieron y también lloré. Me dijo que se ganaba la vida en una siembre de maní.
Ya vivíamos en San Juan cuando soñé que tío Nemesio jugaba conmigo en el chinchorro. A las seis de la mañana me despertó el teléfono. Me informaban que tío Nemesio había muerto…
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La abuela enfermó. Tenía dificultad para respirar y se le hinchaban las piernas. Insuficiencia cardíaca, dijo el médico y le indicó muchos remedios. Tía Rogelia consultó a un brujo, quien la examinó ante los espíritus en una noche oscura y le recomendó una fórmula botánica que contenía casi un centenar de hierbas. Un verdadero ejército de buscadores de plantas  se conformó. Al reunir todos los vegetales se sometieron a cocción en una gran olla. El resultado fue una pasta marrón. Probé ese mejunje o mezcla de ingredientes y lo califiqué de intragable y asqueroso. Cuando el médico visitaba a la abuela, tía Rogelia nos instaba a no informarle al galeno que un brujo también la trataba ; y cuando el brujo venía nos pedía lo mismo pero al contrario: que no sepa que la ve un médico.
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Decidieron que alguien debía acompañar a la abuela por las noches para ayudarla con los remedios; y esa responsabilidad recayó sobre mí. Ella dormía en su cuarto oscuro sin ventanas, y yo  en el chinchorro del corredor sin puerta. Luego de cumplir con las  medicinas apagábamos las antorchas y cada quien se iba a su chinchorro.
Una vez  me desperté sobresaltado a la media noche  porque escuché un sonido de platos y cubiertos en la cocina. ¡Abuela¡, grité, ¿qué ruidos son esos? No te preocupes, contestó  desde su dormitorio de temperaturas extremas, esos son Marcos y Mercedes que vienen a comer, porque yo les guardo sus cenas desde que se murieron. Sentí que la piel se me erizaba y que el corazón se me salía por la boca. Salté del chinchorro y como un rayó me metí en el cuarto caluroso de la abuela. Es evidente, ahora, que esos crujidos  metálicos nocturnos eran provocados por ratones o gatos, o por los dos juntos en el eterno batallar a que son sometidos por la implacable y despiadada cadena alimenticia.
19
La enfermedad de la abuela avanzó por lo que  fue trasladada a la casa de tía Rogelia, la cual era de  bahareque, barro con bosta de ganado, piso de tierra y techo de palma. La casa era muy baja con un corredor a cuyos lados estaban los cuartos sin puertas. Todos los días la visitaba porque mi madre me  enviaba para indagar por su salud. Una tarde la encontré respirando ruidosamente y con mucha dificultad. Le dije a tía Rogelia, quien corrió hasta ella y exclamó :!Dios mío, se está muriendo¡ Con el correr del tiempo supe que eso eran los estertores de la muerte, conocidos como respiración   de Cheyne-Stokes : el moribundo respira profunda y largamente y pareciera que ya no respirará más, pero luego se repite ese irregular y angustioso combate ente la vida y la muerte, hasta que la última vence con su silencio.
¡Corre,  busca al padre¡ Caminé apresuradamente hasta la iglesia. Era una tarde de enero que se adentraba en la noche. El viento fresco soplaba y movía los árboles. Regresé con el padre Franco al cuartucho donde agonizaba la abuela, acompañada por algunos familiares enterados de lo se avecinaba. Hubo rezos, cruces en el aire y llantos.
¡Murió la abuela Matilde¡ Ella contaba que una amiga le pedía que cuando muriera la peinara ,le empolvara el rostro y le pintara los labios. No sé si  repetía esta historia porque eran sus propios deseos. Recuerdo a la abuela con clinejas bien peinadas hasta la cintura, pero jamás le vi  con polvos y pinturas.
Matilde es nombre germánico que significa luchadora, guerrera fuerte; y así era la abuela.
20
Quise saber más acerca de mi abuela y sólo encontré su acta de defunción. Nació en San Diego, estado Anzoategui el 24 de abril de 1892; y murió el 26 de enero de 1971 a las 10 de la noche. De este dato sobre la hora deduzco que su agonía fue larga. Dos o tres horas, tal vez; porque cuando llegué apenas empezaba a oscurecer. Aunque estuve presente, uno pierde la noción del tiempo en esos momentos de aflicción. Surgieron rumores según los cuales la abuela hablaba y acusaba a ciertas vecinas de haberles llevado al borde de la sepultura con sus hechizos. Mis familiares vivían en un ambiente, cuya atmósfera era intensamente mágica y religiosa. En realidad, la abuela nunca habló y sólo emitía sonidos propios de la antesala de la muerte.
Una nota en el acta me conmovió: “se desconoce el nombre de su madre”. Nadie sabía cómo se llamaba mi tatarabuela. Por mucho tiempo indagué más sobre mis ascendientes maternos. Una casualidad hizo que resolviera el problema. En una clase en la universidad se me acercó una estudiante y me dijo: tengo una bisabuela que creo era prima de su abuela. Le di un cuestionario para que recogiera algunos datos; y así pude armar un árbol genealógico: la madre de mi abuela se llamaba Isadora  Guerra y tuvo cinco hijos (cuatro hembras y un varón) con Emecio Martínez. Creo que Emecio en realidad era Nemesio. Las hijas fueron: Matilde (mi abuela, la mayor), María, Eladia y Elisa. El varón se llamaba José. Todos llevaban el apellido materno: Guerra. María Guerra tuvo dos hijos: Narcisa y Dimas. Eladia (creo haberla visto una vez en casa de la abuela, pero no recuerdo sus facciones) tuvo a María y Antonia. Los descendientes de José (lo vi una vez: era de baja estatura y delgado) fueron: Isolina, Severo, Fermín y Estílita. De Elisa nacieron María Ester y Teresa.  Cuando murió José llamaron a mi madre y le dijeron: su tío José le dejó unas vacas, venga a recogerlas. Así era esa gente: familiar y bondadosa. La bisabuela Isadora tenía una hermana: Santiaga Guerra, cuya hija, Rita dio a luz a Irma y a Narcisa (le decían la Catira). Esta Narcisa era la persona a quien se refería la estudiante de medicina. Entonces, la abuela Matilde era tía de Narcisa; y ella fue quien proporcionó todos estos nombres de nuestros familiares maternos. Tenía más de cien años y una memoria excelente. Me envío saludos y dijo acordarse de mí cuando era un niño y visitaba a la abuela Matilde. Hice los preparativos para conocerla, pero la muerte vino por ella antes de que pudiera materializar mis planes. Supe después que murió en  el hospital de San Juan  de los Morros, pero nadie me informó a su debido tiempo. Lamenté no haberla visto una última vez. Me regalaron su foto: tenía un gran parecido con la abuela Matilde.
21
En una de mis visitas a Las Mercedes decidí llegarme hasta la casa de la abuela con mi hermana Luisa. Pedí permiso a los que ahora la habitan. Les dije que sentía curiosidad de ver nuevamente aquellos espacios, parte sentimental de mis primeros años de vida. Asintieron con la cabeza. Hablé emocionado. Dije que la vivienda me tría gratos recuerdos. Pero ellos, que eran muchos para vivir en una  casa tan pequeña, permanecieron  mudos con caras de pocos amigos. La casita tenía los mismos colores de los tiempos de la abuela, las mismas paredes, los mismos cuartos; pero en un estado de abandono, descuido y suciedad abrumador. Eso me pareció.
La casa de la abuela era humilde, pero limpia, olorosa a café, infusión de brusca, tabaco en rama,  flores silvestres y comida preparada con leña.
Decidí no regresar más a los aposentos de mis primeros ya lejanos años  para que la  cruel y vulgar realidad no borre la magia y el cuento de hadas que fue mi infancia.
Prefiero la pátina de la nostalgia  por los tiempos gratos de antaño y el ensueño de creer que todo es eterno, al hastío del  fulgurante rayo del día a día con su abrumador y chocante realismo.
22
La casa de la tía Rogelia tenía  un atractivo muy especial.  Estaba ubicada en la calle El Ganado, la cual se llama  así porque la gente mantenía sus vacas en esos espacios que al mismo tiempo que eran caminos para la gente también eran corrales para los animales. Allí pastaban, rumiaban y mugían las vacas. Allí las ordeñaban; y nosotros íbamos con jarras para comprar leche directamente de la vaca. El patio, muy oportuno para todo tipo de juegos, era un bosque con árboles pequeños y grandes; enredaderas por todas las empalizadas y muchas flores. Además, ese patio era también un zoológico con gallinas, patos, pavos, guineos, cochinos, venados, jabalíes, morrocoyes y conejos. Incluso, un día vi como una serpiente, larga y gruesa cruzaba de una guarida a otra por todo el solar, de manera despreocupada y lenta. Me quedé paralizado, observando sus zigzagueantes rítmicos movimientos.  Visité de adulto, ese patio antaño gigantesco según mis infantiles percepciones, y me pareció pequeño. Nuevamente el síndrome de Gulliver: cuando somos niños, las cosas a nuestro alrededor nos parecen enormes, pero cuando crecemos, se hacen diminutas.
En esta casa me disfracé en unas fiestas de carnaval. En esa época estaba de moda la serie televisiva del Zorros; y yo me identificaba con el héroe y soñaba ser como él. Por eso me disfracé del Zorro y salí por las calles de Las Mercedes hasta un bar donde se reunían todos los disfrazados para exhibirse al público. Puse la voz gruesa, caminaba con las piernas abiertas y las manos separadas, casi levantadas como si quisiera alzar el vuelo, prestas para tomar las pistolas de juguete que colgaban a  mis lados. Cuando terminaron las fiestas y regresamos a clases, algunos niños comentaron que habían visto un disfraz del Zorro que les pareció muy parecido al verdadero héroe. Entonces dije ¡Ese era yo! Se empezaron a reír porque consideraron que mentía. De eso deduje que mi disfraz fue bueno porque un buen disfraz consiste en que la persona no debe ser reconocida.