LOS GUERRA MALASPINA EN VENEZUELA
jueves, 29 de agosto de 2019
martes, 27 de agosto de 2019
FOTOGRAFÍA DE LOS GUERRA EN 1953.
La leyenda en el dorso dice: Recuerdo de 1-1-1953.
De haberme encontrado con mis amigos familiares estuve regocijado en Santa María de Ipire.
El primero de izquierda a derecha es Nemesio Guerra.
De haberme encontrado con mis amigos familiares estuve regocijado en Santa María de Ipire.
El primero de izquierda a derecha es Nemesio Guerra.
EVOCACIÓN DE LA ABUELA MATERNA MATILDE GUERRA
A
unas cuatro cuadras de nuestra casa, en Las Mercedes del Llano, estaba la de la
abuela materna, Matilde. Era un pequeño
rancho de barro, techo muy bajo de cinc,
una sala, tres cuartos, un corredor abierto, una cocina sin puertas y un patio
dividido en dos partes. El piso era la tierra. En la noche se alumbraba con una
lámpara de keroseno en la sala, mientras que en los demás espacios estaban antorchas colocadas sobre unos recipientes de
metal que la abuela llamaba múcuras, y que en realidad eran los envases donde
se vendía la manteca para cocinar.
La
abuela recogía el agua de lluvia y decía que era las más sana y sabrosa. En una
tinaja de cerámica, colocada sobre una horqueta de madera, estaba el agua para
beber y le agregaba tacamajaca, una resina proveniente del árbol de ese nombre
con un sabor mentolado que da la sensación de frío cuando se toma. Con un
cucharón se extraía el agua de la tinaja y se vaciaba en una totuma.
La
abuela mascaba tabaco en rama mientras tejía chinchorros de moriche. Una vez
tomé un poco de tabaco, empecé a masticarlo y a tragarme la saliva. No reparé
en el hecho de que hay que escupir y terminé con una borrachera. La abuela notó
mis mareos y me recomendó permanecer acostado en la cama.
2
En
la sala estaban un retrato de Rómulo Betancourt, el primer presidente de la
democracia venezolana (1959-1964), una pintura con un barco lejano sobre el mar
bajo un cielo claro, una caramera de
venado para poner la ropa y los sombreros, un cuero de cunaguaro, unas plumas
azuladas de paují que es una especie de gallina grande de nuestros bosques, y
un mapa de Venezuela con indicaciones del hábitat de nuestros indígenas. En ese
mapa se veían indios con guayucos, sus armamentos como arcos y flechas y algunos
animales muertos, botines de sus
cacerías.
3
Un
cuarto oscuro y sin ventanas era el dormitorio de la abuela. Ese cuarto estaba
repleto de baúles y trastos con dos chinchorros colgados cubiertos con unos
mosquiteros, hechos de tela muy gruesa. Por supuesto, allí el calor era
abrumador.
4
El
corredor tenía un mesón donde se colocaban las cosas más diversas: un cajón, un
martillo, clavos, telas y hasta comestibles. También estaba una máquina de
coser con manilla, una cómoda de madera fina y acabados preciosos con asas de
bronce y un chinchorro para el descanso
del mediodía.
5
La
cocina estaba afuera con sus paredes llenas de implementos propios de ese
recinto: cucharas de madera, platos de peltre (aleación de cinc, plomo y estaño
utilizada antiguamente para fabricar objetos de uso doméstico), un fogón con
sus tres topias o piedras grandes para colocar las ollas, un caldero, leña, un
pilón para preparar harina de maíz, una máquina de moler y unos redondeles de
palmas colgantes desde el techo para
colocar alimentos. Estos redondeles o
trojas eran provenientes de los aros de las tortas de casabe.
La
abuela conservaba la ceniza del fogón en envases de leche para preparar el
maíz, hacer lejía, jabón de tierra y resguardar las cajas de fósforos de la
humedad.
Yo
ayudaba a la abuela a tostar el café sobre un gran budare de barro, el cual
luego molíamos. Me encantaba el olor que producían los granos de café bajo las
brasas y al molerlo manualmente. Más difícil era el trabajo de pilar el maíz.
El pilón es un trozo grande de madera tallada muy grueso con una abertura en la
parte superior sobre la cual se echan los granos de maíz. Esos granos se
trituran con unos palos llamados manos de pilón, los cuales se alzan para golpear hasta el fondo. Esa labor la
hacen dos personas: primero golpea una y después la otra.
La
abuela tenía sus propios utensilios para
comer: una camaza que es un plato hecho con un fruto redondo seco y duro, una
totuma y una cuchara de cobre.
6
El
primer patio era pequeño. Allí estaban los tambores para recoger el agua de la
lluvia y un huerto de plantas medicinales y mágicas, rodeado con un acerca
metálica para que las gallinas no entraran.
La
abuela conocía cada planta y su utilidad medicinal: el pasote para los
parásitos, la fregosa para la diarrea, el cundeamor para el azúcar alto… Podía
por largo rato hablar de cada una de sus matas para infusiones curativas hasta
que llegaba a la parcela de las que yo llamaba mágicas, porque ella no les
tenía un nombre específico. Esta que está a aquí, decía la abuela mientras
tomaba una rama con hojas gruesas y blandas, sirve para tener bastante dinero…Cada
vez que se refería a la planta de la riqueza yo callaba pero me pregunta: ¿si
ese vegetal sirve para atraer riquezas a su dueño, por qué la abuela es pobre?
7
El
segundo patio era propiamente un conuco con árboles como mamón, mango, merecure
y merey. Además se sembraba maíz, yuca,
auyamas y pepinos. En una esquina se ubicaba un chiquero con algunos cochinos.
8
Cuando
alguien se enfermaba la abuela nos visitaba y se quedaba con nosotros. Eran
noches de cuentos de terror sobre el llano. Espantos, sayonas y muertos que
salían. A veces los cuentos eran de otro tipo: una muñeca de trapo lloraba
porque quería hacer sus necesidades. Su dueña la rechazaba por molestar tanto y
no dejarla dormir. En la mañana se constataba que no hacía pupú sino que
depositaba monedas de oro. En cuento del pez Ñongoré era interesante. El pez
creció en un acuario, pero su tamaño fue tal que lo ubicaron en una laguna.
Creció mucho otra vez, y lo lanzaron al mar. Cuando lo llamaban por su nombre
se asomaba mansamente a la playa.
Pero
también tenía un fino sentido del humor. Una vez nos contó que en una navidad
la vecina le regaló un persogó de hallacas, y le dijo: “Matilde, me guardas las
cabuyas que son las trenzas de mis
zapatos”.
9
La
abuela aconsejaba no sentarse en las
mesas ni en el suelo porque se borran los planes. También decía que al quitarse
los zapatos debían colocarse correctamente, porque si los ponías al revés o no
alineados o volteados, así sería la vida misma.
10
Me
aficioné a coleccionar mariposas. Las capturaba con un cedazo o una especie de colador. Me entretenía mucho
tiempo en esa actividad hasta que la abuela me desanimó cuando me dijo: las mariposas encantan a la gente
que las cazan porque se alejan peligrosamente. Las van capturando al mismo
tiempo que avanzan en la profundidad del monte; entonces llega un momento en
que el cazador no sabe dónde está ni
cómo regresar. Está completamente perdido.
11
Un
día encontré a la abuela aplicando a una señora brasas ardientes. Le curaba las entradas de la
sarna con esos palos encendidos. Me dijo que había probado ese método curativo
sobre su propio cuerpo. Más tarde como médico y profesor de Historia de la
Medicina me enteré que ese tratamiento tiene su origen en una tradición
indígena que llegó hasta la abuela de alguna manera. Alejandro Humboldt en su
libro “Viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Continente” escribe que
una vez enfermó de sarna y fue curado por una mulata “conocedora a fondo de
todos los pequeños animales que minan la piel del hombre: la nigua, el nuche,
la coya y el arador”. La curandera calentó la punta de un pequeño pedazo de madera
en una lámpara con la cual pinchó los surcos hechos en la piel.
12
La
abuela recomendaba los purgantes para cualquier enfermedad. El tártago era el preferido; y decía: todos los males están en las
tripas. Igual afirmación hacía el
investigador ruso Iliá Méchnikov, aunque
con otras palabras y con otros métodos profilácticos: el problema de las
enfermedades y el envejecimiento está en
la flora intestinal. Por eso propuso consumir yogurt, el cual contrarresta la
acción de las bacterias dañinas en el intestino.
13
Matilde
practicaba la ceromancia, que es el arte
de adivinar por la forma que deja la cera de una vela. Una vez le dijo a mi
hermano Edgar: tú trabajarás en el llano porque la cera de tu vela es una silla
de montar a caballo. También se creía experta en nefelomancia o arte de
interpretar las formas de las nubes. Una vez dijo: hay una nube que se parece a
una gran palma extendida por todo el cielo, eso significa que hoy morirá un
hombre muy rico; y en efecto, ese día murió un hombre que tenía mucho dinero.
Claro, hoy estoy convencido que en ambos casos, el de la vela y el de la nube,
más que adivinación lo que hubo fue una muy buena y atenta observación: Edgar
se interesaba vivamente por la vida campestre; y un anciano rico estaba
gravemente enfermo en esa época.
14
Mamá
era la última de las hijas de mi abuela. El nombre de mamá era María Elina.
María proviene del hebreo y significa
eminencia. Se supone que la madre de Cristo era así: una eminencia. Elina se
deriva de Elena o Helena: nombre griego: resplandeciente. Mamá tenía hermanas y
hermanos. Conocí a siete de nueve tíos. Las tías eran Matilde, a quien llamaban
La India; Luisa (nombre germánico:
combate glorioso), Ernestina (nombre germánico: luchadora) y Rogelia (nombre
germánico: famoso por la lanza). Las tres primeras eran muy gordas. Los tíos
eran Aniceto, Abraham (nombre hebreo: padre de multitudes), Nemesio (de la
diosa latina Némesis: justicia), Marcos (lat:varonil, del dios de la guerra
Marte) y Mercedes (Lat: recompensa). Los dos últimos murieron antes de que yo
naciera; y la abuela me contaba cómo ocurrieron sus muertes. Murieron
desangrados, decía, y luego agregaba: les cortaron las venas de las muñecas y
su sangre la recogían en una ponchera. Ahora puedo reconstruir lo que pasó con
ellos. Eran hipertensos en una época cuando no existían la variedad de
medicamentos para bajar la tensión que existe ahora. Los diuréticos en la
actualidad se usan para disminuir el torrente sanguíneo y así bajar las cifras
tensionales, pero antes en vez de diuréticos se cortaban las venas para
alcanzar el mismo objetivo. Cortar las venas para disminuir la cantidad de
sangre y bajar la tensión arterial se llama sangría; y se supone que se originó
desde la misma prehistoria: las mujeres pueden sufrir de malestares antes de
menstruar, malestares que pasan cuando les viene la regla. Lo llaman síndrome
premenstrual. El cavernícola entendió
ese fenómeno al mismo tiempo que caía en la cuenta de que los hombres que se
sentían mal de salud no menstruaban y por lo tanto no se podían curar por sí
mismo como las mujeres. Entonces a ese hombre de las cavernas se le ocurrió una
idea genial: cortarse las venas para provocar un sangramiento. Con sus
altibajos esa forma de curar ciertas enfermedades como la hipertensión resultó positiva. Es probable que Marcos y
Mercedes tuvieran otras complicaciones cardiovasculares y por eso murieron durante las sangrías.
15
Aniceto
era alto y delgado y se aparecía por nuestra casa de tiempo en tiempo.
Cruzábamos nuestros brazos sobre el pecho para pedirle la bendición y él pronunciaba
un solo sermón: todos benditos. Luego decía que sus regalos para nosotros eran
unos anillos de oro, pero que debía medir nuestros dedos para que calzaran
exactamente y traerlos en la próxima visita. Uno por uno desfilábamos delante
de él con nuestras manos extendidas, y
el tío Aniceto tomaba las medidas con unos hilos a los cuales ataba unos
cartoncitos con nuestros nombres. Se evaporaba por un largo periodo y
reaparecía con el mismo discurso: mis regalos para ustedes son unos anillos de
oro, pero debo medir sus dedos para que…(Ya sabíamos que mentía, pero igual
participábamos porque lo asumíamos como un juego). Aniceto es nombre griego que
significa “invencible”; ¡y mira que fue invencible con eso de los regalos¡
16
El
tío Nemesio tenía un conuco donde sembraba de todo: yuca, ocumo, papas, batatas,
patillas y hasta aguacates. Yo le acompañaba en sus faenas de siembra y cosecha.
Trabajábamos por largo rato y luego descansábamos en una casita levantada en
una orilla del huerto. Regresábamos con los productos recolectados en un saco.
En
una ocasión el tío Nemesio se encerró en
su cuarto por varios días, desde el cual provenían unos ruidos extraños. Eran
golpes sobre el suelo seguidos de movimiento de palas como cuando apartas porciones
de tierra. Se negaba a informarnos lo que estaba haciendo. Por eso cuando salió
un momento a la calle para comprar cigarrillos aproveché para asomarme y develar el misterio, el cual consistía en la
desaparición del piso. Sí, no había piso, sólo huecos profundos por todos lados.
Al sentirse descubierto el tío Nemesio nos explicó que había soñado que bajo
sus pies, en su cuarto, estaba oculto un tesoro desde los tiempos de la guerra
y decidió buscarlo. No dijo cuál guerra ni tampoco encontró ningún tesoro.
El
tío Nemesio se vio envuelto en una pelea de puños con un familiar de su esposa
y terminó injustamente en la cárcel del
pueblo. Allí paso varios meses entre barrotes. Mi madre le preparaba la comida,
la cual le llevaba todos los días. El tío nunca olvidó lo que hice por él y siempre
me lo decía entre lágrimas mientras jugaba conmigo. El juego consistía en que
yo me acurrucaba en el chinchorro al cual él le daba vueltas hasta el techo; al
soltarlo se desenredaba y esos giros rápidos me causaban risa.
Pasaron
los años, me fui del país, regresé y vi al tío Nemesio en Las Mercedes. Me
abrazó, recordó su prisión y mis visitas. Sus lágrimas de anciano que sentía
que lo habían atropellado me conmovieron y también lloré. Me dijo que se ganaba
la vida en una siembre de maní.
Ya
vivíamos en San Juan cuando soñé que tío Nemesio jugaba conmigo en el
chinchorro. A las seis de la mañana me despertó el teléfono. Me informaban que
tío Nemesio había muerto…
17
La
abuela enfermó. Tenía dificultad para respirar y se le hinchaban las piernas.
Insuficiencia cardíaca, dijo el médico y le indicó muchos remedios. Tía Rogelia
consultó a un brujo, quien la examinó ante los espíritus en una noche oscura y
le recomendó una fórmula botánica que contenía casi un centenar de hierbas. Un
verdadero ejército de buscadores de plantas
se conformó. Al reunir todos los vegetales se sometieron a cocción en
una gran olla. El resultado fue una pasta marrón. Probé ese mejunje o mezcla de
ingredientes y lo califiqué de intragable y asqueroso. Cuando el médico
visitaba a la abuela, tía Rogelia nos instaba a no informarle al galeno que un
brujo también la trataba ; y cuando el brujo venía nos pedía lo mismo pero al
contrario: que no sepa que la ve un médico.
18
Decidieron
que alguien debía acompañar a la abuela por las noches para ayudarla con los
remedios; y esa responsabilidad recayó sobre mí. Ella dormía en su cuarto
oscuro sin ventanas, y yo en el
chinchorro del corredor sin puerta. Luego de cumplir con las medicinas apagábamos las antorchas y cada
quien se iba a su chinchorro.
Una
vez me desperté sobresaltado a la media
noche porque escuché un sonido de platos
y cubiertos en la cocina. ¡Abuela¡, grité, ¿qué ruidos son esos? No te
preocupes, contestó desde su dormitorio
de temperaturas extremas, esos son Marcos y Mercedes que vienen a comer, porque
yo les guardo sus cenas desde que se murieron. Sentí que la piel se me erizaba
y que el corazón se me salía por la boca. Salté del chinchorro y como un rayó
me metí en el cuarto caluroso de la abuela. Es evidente, ahora, que esos
crujidos metálicos nocturnos eran
provocados por ratones o gatos, o por los dos juntos en el eterno batallar a
que son sometidos por la implacable y despiadada cadena alimenticia.
19
La
enfermedad de la abuela avanzó por lo que fue trasladada a la casa de tía Rogelia, la
cual era de bahareque, barro con bosta
de ganado, piso de tierra y techo de palma. La casa era muy baja con un
corredor a cuyos lados estaban los cuartos sin puertas. Todos los días la
visitaba porque mi madre me enviaba para
indagar por su salud. Una tarde la encontré respirando ruidosamente y con mucha
dificultad. Le dije a tía Rogelia, quien corrió hasta ella y exclamó :!Dios
mío, se está muriendo¡ Con el correr del tiempo supe que eso eran los
estertores de la muerte, conocidos como respiración de
Cheyne-Stokes : el moribundo respira profunda y largamente y pareciera que ya
no respirará más, pero luego se repite ese irregular y angustioso combate ente
la vida y la muerte, hasta que la última vence con su silencio.
¡Corre, busca al padre¡ Caminé apresuradamente hasta
la iglesia. Era una tarde de enero que se adentraba en la noche. El viento
fresco soplaba y movía los árboles. Regresé con el padre Franco al cuartucho
donde agonizaba la abuela, acompañada por algunos familiares enterados de lo se
avecinaba. Hubo rezos, cruces en el aire y llantos.
¡Murió
la abuela Matilde¡ Ella contaba que una amiga le pedía que cuando muriera la
peinara ,le empolvara el rostro y le pintara los labios. No sé si repetía esta historia porque eran sus propios
deseos. Recuerdo a la abuela con clinejas bien peinadas hasta la cintura, pero
jamás le vi con polvos y pinturas.
Matilde
es nombre germánico que significa luchadora, guerrera fuerte; y así era la
abuela.
20
Quise
saber más acerca de mi abuela y sólo encontré su acta de defunción. Nació en
San Diego, estado Anzoategui el 24 de abril de 1892; y murió el 26 de enero de
1971 a las 10 de la noche. De este dato sobre la hora deduzco que su agonía fue
larga. Dos o tres horas, tal vez; porque cuando llegué apenas empezaba a
oscurecer. Aunque estuve presente, uno pierde la noción del tiempo en esos
momentos de aflicción. Surgieron rumores según los cuales la abuela hablaba y
acusaba a ciertas vecinas de haberles llevado al borde de la sepultura con sus
hechizos. Mis familiares vivían en un ambiente, cuya atmósfera era intensamente
mágica y religiosa. En realidad, la abuela nunca habló y sólo emitía sonidos
propios de la antesala de la muerte.
Una
nota en el acta me conmovió: “se desconoce el nombre de su madre”. Nadie sabía
cómo se llamaba mi tatarabuela. Por mucho tiempo indagué más sobre mis
ascendientes maternos. Una casualidad hizo que resolviera el problema. En una
clase en la universidad se me acercó una estudiante y me dijo: tengo una
bisabuela que creo era prima de su abuela. Le di un cuestionario para que
recogiera algunos datos; y así pude armar un árbol genealógico: la madre de mi
abuela se llamaba Isadora Guerra y tuvo
cinco hijos (cuatro hembras y un varón) con Emecio Martínez. Creo que Emecio en
realidad era Nemesio. Las hijas fueron: Matilde (mi abuela, la mayor), María,
Eladia y Elisa. El varón se llamaba José. Todos llevaban el apellido materno:
Guerra. María Guerra tuvo dos hijos: Narcisa y Dimas. Eladia (creo haberla
visto una vez en casa de la abuela, pero no recuerdo sus facciones) tuvo a
María y Antonia. Los descendientes de José (lo vi una vez: era de baja estatura
y delgado) fueron: Isolina, Severo, Fermín y Estílita. De Elisa nacieron María
Ester y Teresa. Cuando murió José
llamaron a mi madre y le dijeron: su tío José le dejó unas vacas, venga a
recogerlas. Así era esa gente: familiar y bondadosa. La bisabuela Isadora tenía
una hermana: Santiaga Guerra, cuya hija, Rita dio a luz a Irma y a Narcisa (le
decían la Catira). Esta Narcisa era la persona a quien se refería la estudiante
de medicina. Entonces, la abuela Matilde era tía de Narcisa; y ella fue quien
proporcionó todos estos nombres de nuestros familiares maternos. Tenía más de
cien años y una memoria excelente. Me envío saludos y dijo acordarse de mí
cuando era un niño y visitaba a la abuela Matilde. Hice los preparativos para
conocerla, pero la muerte vino por ella antes de que pudiera materializar mis
planes. Supe después que murió en el
hospital de San Juan de los Morros, pero
nadie me informó a su debido tiempo. Lamenté no haberla visto una última vez.
Me regalaron su foto: tenía un gran parecido con la abuela Matilde.
21
En
una de mis visitas a Las Mercedes decidí llegarme hasta la casa de la abuela
con mi hermana Luisa. Pedí permiso a los que ahora la habitan. Les dije que
sentía curiosidad de ver nuevamente aquellos espacios, parte sentimental de mis
primeros años de vida. Asintieron con la cabeza. Hablé emocionado. Dije que la
vivienda me tría gratos recuerdos. Pero ellos, que eran muchos para vivir en una
casa tan pequeña, permanecieron mudos con caras de pocos amigos. La casita
tenía los mismos colores de los tiempos de la abuela, las mismas paredes, los
mismos cuartos; pero en un estado de abandono, descuido y suciedad abrumador.
Eso me pareció.
La
casa de la abuela era humilde, pero limpia, olorosa a café, infusión de brusca,
tabaco en rama, flores silvestres y
comida preparada con leña.
Decidí
no regresar más a los aposentos de mis primeros ya lejanos años para que la
cruel y vulgar realidad no borre la magia y el cuento de hadas que fue
mi infancia.
Prefiero
la pátina de la nostalgia por los
tiempos gratos de antaño y el ensueño de creer que todo es eterno, al hastío
del fulgurante rayo del día a día con su
abrumador y chocante realismo.
22
La
casa de la tía Rogelia tenía un
atractivo muy especial. Estaba ubicada
en la calle El Ganado, la cual se llama
así porque la gente mantenía sus vacas en esos espacios que al mismo
tiempo que eran caminos para la gente también eran corrales para los animales.
Allí pastaban, rumiaban y mugían las vacas. Allí las ordeñaban; y nosotros
íbamos con jarras para comprar leche directamente de la vaca. El patio, muy
oportuno para todo tipo de juegos, era un bosque con árboles pequeños y
grandes; enredaderas por todas las empalizadas y muchas flores. Además, ese
patio era también un zoológico con gallinas, patos, pavos, guineos, cochinos,
venados, jabalíes, morrocoyes y conejos. Incluso, un día vi como una serpiente,
larga y gruesa cruzaba de una guarida a otra por todo el solar, de manera
despreocupada y lenta. Me quedé paralizado, observando sus zigzagueantes
rítmicos movimientos. Visité de adulto,
ese patio antaño gigantesco según mis infantiles percepciones, y me pareció
pequeño. Nuevamente el síndrome de Gulliver: cuando somos niños, las cosas a
nuestro alrededor nos parecen enormes, pero cuando crecemos, se hacen
diminutas.
En
esta casa me disfracé en unas fiestas de carnaval. En esa época estaba de moda
la serie televisiva del Zorros; y yo me identificaba con el héroe y soñaba ser
como él. Por eso me disfracé del Zorro y salí por las calles de Las Mercedes
hasta un bar donde se reunían todos los disfrazados para exhibirse al público.
Puse la voz gruesa, caminaba con las piernas abiertas y las manos separadas,
casi levantadas como si quisiera alzar el vuelo, prestas para tomar las
pistolas de juguete que colgaban a mis
lados. Cuando terminaron las fiestas y regresamos a clases, algunos niños
comentaron que habían visto un disfraz del Zorro que les pareció muy parecido
al verdadero héroe. Entonces dije ¡Ese era yo! Se empezaron a reír porque
consideraron que mentía. De eso deduje que mi disfraz fue bueno porque un buen
disfraz consiste en que la persona no debe ser reconocida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)